25 de noviembre de 2006

CONCIENCIA TRANQUILA



LA ZONA FANTASMA. 26 de septiembre de 2004. Empalago

Me lo comentó un amigo cineasta hará ya un año: "Las únicas películas que ahora mismo tienen asegurado el beneplácito de la crítica y el estruendo de los medios en general, son las que tratan de temas supuestamente nobles y candentes, periodísticos; o, si lo prefieres, las que sirven a la buena conciencia del espectador". No sólo voy comprobando que tenía razón, sino que además se quedó corto: la moda o la plaga ha alcanzado también a la literatura, y desde luego no es exclusiva de nuestro país. La mayoría de esas películas recientes no las he visto, ni los libros los he leído, así que no discutiré su posible bondad artística, que no descarto en algunos casos. El problema va más allá de la calidad individual de cada obra. El problema es un síntoma y lo que a todas luces parece, más que una mera tendencia, un oportunismo, un ventajismo, una opción en sí misma demagógica y una especie de “blindaje temático” ante las críticas. El truco es simple, y ya viejo en España: en los años sesenta hubo gran cantidad de novelas, la mayoría mediocres si no muy malas, llenas de buenas intenciones extraliterarias y adscritas a lo que se llamó el realismo social. Sus autores eran "progres" de entonces, muchos de ellos luchadores antifranquistas. Sus novelas, con los límites impuestos por la censura, combatían el régimen, o denunciaban "la moral burguesa", o mostraban la "alienación" y las penurias de la clase trabajadora, y, ya sólo por eso, por ser su tema y sus intenciones los que eran, gozaban del absoluto e incondicional favor de la crítica (que siempre estuvo más bien en manos de gente de izquierdas, por pura dejadez del franquismo, que ante la palabra "cultura", ya saben, solía sacar la porra o se desentendía). Eran obras que, independientemente de sus frecuentes ridiculez y ramplonería artísticas, resultaban "inatacables", porque un ataque a ellas se identificaba groseramente, sin más, con un ataque a lo que defendían. Pero en fin, cuando la política está prohibida todo se politiza y se distorsiona, y abusos así llegan a comprenderse. Lo que es más incomprensible y menos aceptable es que en una situación de normalidad democrática también se dé lo que podríamos llamar la "bula o impunidad temática". Si un cineasta hace una película a favor de los parados, o sobre un enfermo que implora la eutanasia, o sobre las penalidades de quienes desean abortar en Irlanda, o el maltrato a las mujeres, o los desheredados del mundo, o el hijo discapacitado de un hombre que lo rechazó por eso, o el terror de un niño al que su padre apalea (son ejemplos más o menos reales), ya sólo por ser su asunto el que es, y sus intenciones las que son (de "denuncia", de "solidaridad", de "infinita piedad": en suma, lo que los críticos cursis llaman "un aldabonazo a las conciencias"), la película en cuestión se convierte automáticamente no sólo en "inatacable" (y ay de quien se meta con ella), sino en "necesaria", "imprescindible", "valiente" y demás zarandajas, porque no hay película ni libro en el mundo que sean ni hayan sido nunca tal cosa como "necesarios". Y, a su vez, si un escritor se ocupa de las víctimas republicanas de la Guerra (con insistencia en las Trece Rosas), o de la melancólica desaparición del euskera, o del acoso laboral a la mujer, o no digamos del socorrido Holocausto y demás persecuciones totalitarias del siglo XX, entonces tendrá ya garantizados los parabienes y aun la beatería, sólo por tratar de lo que trata. Y si alguien critica literaria o cinematográficamente uno de esos libros o películas, será acusado de no suscribir las tesis políticamente correctas sustentadas por tales obras, y eso es hoy un pecado mortal como ninguno. Entre esas películas y libros los habrá a buen seguro excelentes, medianos y pésimos, más allá de sus enaltecedores temas. Pero uno no puede por menos de percibir, en esta moda o plaga, cierto chantaje apriorístico, cierto exhibicionismo ("Miren qué compasivo soy, y por tanto cuánto lo son ustedes", parecen decir los autores a sus lectores y espectadores) y cierto aprovechamiento de mala ley. Y, desde luego, un considerable empalago: todos somos muy buenos y nos afectan las injusticias, presentes o remotas. Pero en ese cine y esa literatura hay, como mínimo, una cosa que no hacen y que el arte de buena ley a menudo hacía, a saber: no turban, no inquietan, no muestran nuestra frecuente negrura, ni siquiera nuestra mezcla de generosidad y bajeza, ni siquiera el conflicto, el dilema. No, suelen ser, por el contrario, abundantes dosis de absolución y melaza, y que me disculpen las obras que, pese a su facilón asunto (también la moralidad está en elegir de qué y de qué no se habla), no incurran en eso. Alguna habrá, aunque parezca difícil; porque son obras que -por decirlo mal- se lo ponen a huevo a sí mismas; a las que la emotividad les sale gratis, les viene ya dada antes de la primera línea o el primer fotograma. Y recurrir a eso, lo siento, no es nunca artísticamente meritorio, ni tampoco es muy honrado.


Javier Marías El País Semanal, 26 de septiembre de 2004

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